Me encontraba caminando entre la espesura de un bosque perdido, cuando a mis oídos llegaron unos extraños y mágicos susurros. De casualidad encontré su origen, y pude presenciar la narración de una leyenda, cantada por las voces del tiempo, procedente de tiempos anteriores a la memoria.
Las palabras decían que cierto día, de desconocida época, una joven fue condenada, por su pueblo y su religión, a morir lapidada. Su delito: haberse enamorado de un joven, y entregarle hasta su alma, arrastrada por la pasión. Cuando era sólo una niña, fue vendida como esposa por su padre y su madre, a un viejo comerciante sin escrúpulos. El adulterio ha sido, desde que la humanidad habita el mundo, delito grave. Si le hubieran preguntado a la joven condenada porqué cometió tal injuria, quizá su respuesta hubiera conmovido al mundo entero. Mas, nadie le preguntó, nadie la apoyó. Fue juzgada y condenada por cada una de las personas que la rodeaban sin concederle la más mínima oportunidad de defenderse.
El triste momento llegó, inevitablemente. Nadie hizo nada por ella, salvo un hombre: su amante. Cuando ella, resignada, se encontraba ya enterrada hasta el cuello, él se adelantó a la multitud y corrió hacia ella, para caer de rodillas y abrazarla tan fuerte como si intentara arrancarla de la tierra. El marido, enfurecido, lanzó sin compasión la primera piedra, que golpeó fuertemente la cabeza del joven, arrebatándole la vida. Ella no tuvo tiempo de llorar por él, murió pocos segundos después, bajo una lluvia incesante de piedras de todos los tamaños.
La multitud, viendo que el macabro espectáculo había llegado a su fin, se empezó a retirar, hasta que únicamente quedaron en aquella tierra lejana los cuerpos sin vida de los dos amantes.
Pasó el tiempo, y ya nadie recordaba la lapidación de la muchacha. Fue entonces cuando ocurrió algo inexplicable: los cuerpos desaparecieron sin dejar rastro; en su lugar nació un árbol de extraña forma, que crecía y crecía sin cesar, con una rapidez asombrosa. Sus formas empezaron a definirse y aseguran las voces del tiempo que quien miraba el árbol veía en su enorme tronco a una pareja abrazada, apasionadamente, como si fuera la última vez, como si su mundo fuera a acabarse en cualquier momento.
Así, tal y como os lo he explicado, asegura el viento que sucedió. La muerte hizo eterno el amor y la pasión de la desdichada pareja, dejándo como único testigo ese árbol que debe, por fuerza, atraer a todo ser que ose mirarlo.
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